La ejecución pública de Charlie Kirk —uno de los líderes conservadores más influyentes de su generación— no solo expuso la violencia física contra el pensamiento de derecha, también desnudó una violencia simbólica igual de grave, ejercida por quienes festejaron su asesinato desde trincheras supuestamente progresistas. Lo mataron con una bala, pero después intentaron rematarlo con palabras.
Resulta inquietante el entusiasmo con que algunos celebraron la tragedia. Matthew Dowd, exanalista de MSNBC, sugirió que Kir, se había buscado su destino por su discurso “polarizador”. Más allá del juicio ético, la afirmación implica que merecía morir por decir lo que pensaba. ¿En qué clase de democracia cabe esa lógica perversa?
Aún más alarmante fue la reacción de servidores públicos y figuras institucionales. Un agente del Servicio Secreto habló de “karma”, una bombera calificó el disparo como un “regalo de Dios” y un profesor justificó la muerte con una cita manipulada de Kirk sobre la Segunda Enmienda. Que estas voces sean parte del aparato del Estado o de la educación pública debería encende3r todas las alarmas.
Frente a esta oleada de desprecio, las instituciones reaccionaron con la única herramienta legítima que les queda: cortar por lo sano. Empresas como Delta, los Carolina Panthers, e incluso el Departamento de Estado, han trazado una línea clara entre libertad de expresión y apología de la violencia. No se trata de censura, sino de principios básicos de convivencia.
Charlie Kirk fue asesinado por defender ideas incómodas, y su muerte ha revelado una verdad doloras: hay sectores que no quieren debatir, quieren eliminar al adversario. Hoy, más que nunca, es urgente proteger el derecho a disentir —sí, incluso si ese disenso es conservador. Porque si la democracia no es para todos, entonces ya no es democracia.
